LECCIÓN 10: LA VICTORIA

La lección de este día la puedes encontrar en el libro de:

Hechos 2:1-47

Si no tienes tu Biblia a la mano te dejamos la historia por aquí.
¡Pon mucha atención a la lección de hoy!

El día de la fiesta de Pentecostés, aquellos que seguían al Señor Jesús estaban reunidos en un mismo lugar. De pronto, oyeron un ruido muy fuerte que venía del cielo. Parecía el estruendo de una tormenta, y retumbó por todo el salón. Luego vieron que algo parecido a llamas de fuego se colocaba sobre cada uno de ellos. Fue así como el Espíritu Santo los llenó de poder a todos ellos, y enseguida empezaron a hablar en otros idiomas. Cada uno hablaba según lo que el Espíritu Santo le indicaba.






En aquel tiempo, muchos judíos que amaban a Dios estaban de visita en Jerusalén. Habían llegado de todas las regiones del Imperio Romano. Al oír el ruido, muchos de ellos se acercaron, y se sorprendieron de que podían entender lo que decían aquellas personas. Estaban tan admirados que se decían unos a otros: Pero estos qué están hablando, ¿acaso no son de la región de Galilea? ¿Cómo es que los oímos hablar en nuestro propio idioma? Los que estamos aquí somos de diferentes países. ¡Es increíble que los oigamos hablar, en nuestro propio idioma, de las maravillas de Dios! Y no salían de su asombro, ni dejaban de preguntarse: ¿Y esto qué significa?



Pero algunos comenzaron a burlarse de los apóstoles, y los acusaban de estar ebrios. 

Los apóstoles se pusieron de pie, y con fuerte voz Pedro dijo:




Israelitas y habitantes de Jerusalén, escuchen bien lo que les voy a decir. Se equivocan si creen que estamos ebrios. ¡Apenas son las nueve de la mañana! Lo que pasa es que hoy Dios ha cumplido lo que nos prometió, cuando por medio del profeta Joel dijo:

En los últimos tiempos les daré a todos de mi Espíritu: hombres y mujeres hablarán de parte mía; a los jóvenes les hablaré en visiones y a los ancianos, en sueños. También en esos tiempos les daré de mi Espíritu a los esclavos y a las esclavas, para que hablen en mi nombre. Daré muestras de mi poder en el cielo y en la tierra: habrá sangre, fuego y humo. El sol dejará de alumbrar, y la luna se pondrá roja, como si estuviera bañada en sangre. Esto pasará antes de que llegue el maravilloso día en que juzgaré a este mundo. Pero yo salvaré a todos
los que me reconozcan como su Dios. Escúchenme bien, porque voy a hablarles de Jesús, el que vivía en Nazaret. Todos nosotros sabemos que Dios lo envió. También sabemos que Dios le dio grandes poderes, porque lo vimos hacer grandes maravillas y señales. Desde el principio, Dios había decidido que Jesús sufriera, y que fuera entregado a sus enemigos. Ustedes lo ataron y lo entregaron a los romanos, para que lo mataran. ¡Pero Dios hizo que Jesús resucitara! ¡Y es que la muerte no tenía ningún poder sobre él! Hace mucho tiempo, el rey David dijo lo siguiente acerca de Jesús:

"Yo siempre te tengo presente; si tú estás a mi lado, nada me hará caer. Por eso estoy muy contento, por eso canto de alegría, por eso vivo confiado. ¡Tú no me dejarás morir ni me abandonarás en el sepulcro, pues soy tu fiel servidor! Tú me enseñaste a vivir como a ti te gusta. Contigo a mi lado soy verdaderamente feliz".

Amigos israelitas, hablemos claro. Cuando David murió, fue enterrado, y todos sabemos dónde está su tumba. Y como David era profeta, Dios le prometió que un familiar suyo sería rey de Israel. David sabía que Dios cumpliría su promesa. Por eso dijo que el Mesías no moriría para siempre, sino que resucitaría. Todos nosotros somos testigos de que Dios resucitó a Jesús, y de que luego lo llevó al cielo y lo sentó a su derecha. Dios le dio a Jesús el Espíritu Santo. Y ahora Jesús nos ha dado ese mismo Espíritu, pues nos lo había prometido. ¡Y esto es lo que ustedes están viendo y oyendo! Sabemos que quien subió al cielo no fue David, pues él mismo dice:

"Dios le dijo a mi Señor el Mesías: Siéntate a la derecha de mi trono hasta que yo derrote a tus enemigos".

Israelitas, ustedes tienen que reconocer, de una vez por todas, que a este mismo Jesús, a quien ustedes mataron en una cruz, Dios le ha dado poder y autoridad sobre toda la humanidad. 

Todos los que oyeron estas palabras se pusieron muy tristes y preocupados. Entonces les preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: Amigos israelitas, ¿y qué debemos hacer?




Pedro les contestó: Pídanle perdón a Dios, vuelvan a obedecerlo, y dejen que nosotros los bauticemos en el nombre de Jesucristo. Así Dios los perdonará y les dará el Espíritu Santo. Esta promesa es para ustedes y para sus hijos, y para todos los que nuestro Dios quiera salvar en otras partes del mundo.




Pedro siguió hablando a la gente con mucho entusiasmo, y les dijo: Sálvense del castigo que les espera a todos los malvados.

Ese día, unas tres mil personas creyeron en el mensaje de Pedro. 




Y cada día los apóstoles compartían con ellos las enseñanzas acerca de Dios y de Jesús, y también celebraban la Cena del Señor y oraban juntos. Al ver los milagros y las maravillas que hacían los apóstoles, la gente se quedaba asombrada. Todos los que habían creído compartían unos con otros lo que tenían. Vendían sus propiedades y repartían el dinero entre todos. A cada uno le daban según lo que necesitaba. Además, todos los días iban al templo y celebraban la Cena del Señor, y compartían la comida con cariño y alegría.  Juntos alababan a Dios, y todos en la ciudad los querían. Cada día el Señor hacía que muchos creyeran en él y se salvarán. 





La venida del Espíritu Santo, la predicación de Pedro y los resultados en los corazones nos muestran tres cosas:

  • Manos inicuas mataron al "varón aprobado por Dios"
  • Dios exaltó a su Hijo, haciéndole "Señor y Cristo"
  • Nació la iglesia.

Es importante ver en la historia, que aquellos que oían a Pedro, se arrepentían por haber ido en contra de la voluntad de Dios, y el resultado de este arrepentimiento fue comprender su culpabilidad en la muerte de Cristo.

Cuando nos hemos arrepentido, las palabras que expresamos son: Cristo murió en mi lugar, soy culpable de su muerte en la cruz.

Llegará  el momento en que la manifestación gloriosa de Cristo sea visible a todos, entonces confesarán la soberanía y poder del Señor Jesús, pero la decisión importante es hoy. 

¿Seremos de los vencedores en Cristo o de los derrotados?

 

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